A esa hora hacía frío, los cristales del coche estaban empañados por el relente de la noche. Aunque el día empezaba a clarear tímidamente el sol continuaba todavía oculto tras la colina que hay justo. Permanecí unos instantes observando la ladera empinada cubierta de pinos aguardando que ese primer rayo apareciera e inundara con una cascada de luz todo el valle
Conduje por la carretera nacional unas decenas de kilómetros hasta llegar a San Pau, la bruma cubría las zonas boscosas del puerto de l’Ordal a 487 metros de altitud, no es mucha altura, pero suficiente para un día frío. A lo largo del camino, numerosos ciclistas pedalean con ahínco para superar la resistencia que ofrece una gravedad empeñada en no dejarlos subir, pero más empeño ponen ellos en superarla, con una fuerza de voluntad de hierro se alzan en pie sobre los pedales, y por más pronunciada que se muestre la cuesta, la superan exhalando el vapor cálido que emana de sus pulmones
Paso junto a ellos guardando ese metro y medio de seguridad que hay que dejar entre coche y ciclistas cuando se les adelanta. Curiosamente, sólo los recuerdo subiendo la cuesta, pero nunca bajando, ahora caigo que probablemente en el descenso su velocidad es mayor que la mía, por lo que desaparecen de la vista de los automovilistas una vez sobrepasado el puerto
Can Pau Xic mantiene un horario muy estricto en cuanto a los almuerzos, dado que también hacen comidas a mediodía, parece que de nueve a diez hagan un ensayo general de lo que será después el plato fuerte del día. Está lleno, como siempre, alguna mesa queda libre, pero enseguida se ocupa, en ese pequeño espacio de tiempo de una hora, prácticamente sólo da para un servicio
Aparece un ciclista, claramente visible por su indumentaria, de avanzada edad, sin duda pasa de los setenta, se sienta en la única mesa individual que quedaba libre. Se reconoce que es una asiduo porque no le preguntan qué desea tomar, al cabo de unos minutos le sirven un plato con unas rebanadas de pan tostado, unas costillas de cordero, un recipiente con unos tomates de untar y una botella de vino blanco, reconocible que está frío por las gotas de rocío que se han formado a su alrededor
El hombre es un puro nervio al tiempo que extremadamente metódico, coloca cada elemento en una posición determinada y concreta, en una posición milimétrica, coge un ajo del platito de los tomates, lo pela cuidadosamente y lo unta con precisión en el pan, posteriormente corta por la mitad y refriega un tomate, exactamente la misma operación la repite con los otras dos rebanadas
Después coloca junto a sí un pequeño recipiente que contiene alioli, coge otro ajo, lo pela y lo corta en pequeñísimos trocitos que va dejando caer sobre la salsa ya de por sí picante. De vez en cuando, ensimismado en su rutina, de repente, levanta la cabeza e inspecciona su alrededor, me recordó a una ardilla que, royendo con sus dientes una piña para extraer los piñones, de vez en cuando, instintivamente, abandona su afanosa tarea para observar las cercanías en previsión de algún inesperado peligro
El ritual dura un buen rato, diríase que encuentra tanto placer o más en él que en el mismo alimento. Una vez lo tiene todo preparado, repasa, tocándolo, cada elemento para comprobar si está en su lugar correspondiente. Coloca un extremo de la servilleta de papel bajo el plato y el otro sobre su vientre para evitar que se manche su indumentaria de ciclista por si algún trocito de algo le cayera. Verlo ingerir esos alimentos, resultaba tan curioso como prepararlos, minuciosamente lleva cada uno de los elementos a su boca y los va degustando con exasperante parsimonia, de vez en cuando un trago de vino blanco que previamente ha colocado en un porrón
Un tipo peculiar, al que dejé terminando su almuerzo mientras me fui a la barra a pagar
JM Paredes
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